Cuando estaba en mi segunda
infancia, recuerdo que, como todos los niños, comencé a renovar mi dentadura.
Eran tiempos de primaria. Yo no era el único. La mayoría de mis compañeritos de
estudio y de juego, de un día para otro lucían sonrisas incompletas, no porque
usaban media boca, sino porque aparecían los correspondientes espacios vacíos
en su dentadura; que no podían ocultar porque eran precisamente los dientes
delanteros los que faltaban.
Esos primeros dientes
desprendidos obedecían a un proceso más o menos constante en cada uno de
nosotros: Primero, comenzaban a doler; luego, se aflojaban y comenzaban a
moverse. Y decíamos: “tengo un diente flojo” y más de las veces esos dientes
finalmente, después de constantes movimientos, terminaban por caer.
La caída de esos dientes ocurría de varias maneras: Unas, se caían sin más ni más, otras veces; mientras
comíamos nuestros helados, de repente nos damos cuenta de que ya no tenemos el
diente flojo y si corríamos con la suerte de no habérnoslo tragado, lo
conseguíamos incrustado en el helado. Y otras, cuando la caída no era inminente
nuestras madres nos amarraban el diente en cuestión con hilo de coser y
comenzaba a halarlo hasta que por fin, de un solo tirón se desprendía el diente
rebelde y quedaba ahorcado en el hilo.
En ciertas ocasiones, por miedo,
le decíamos a nuestra madre que nosotros mismos daríamos el tirón mortal para
el diente y durábamos todo el día con el hilo en la boca sin atrevernos a dar
ese dichoso tirón.
Mi madre al ver mi indecisión se
acercaba a mí sigilosamente por detrás y sorprendiéndome, halaba bruscamente de
mi brazo y le daba el fuerza suficiente para finalmente dar al traste con el
diente flojo.
Luego de esos miedos e
indecisiones, el diente flojo daría espacio para el diente permanente y
decisivo que nos acompañaría, si lo cuidamos, toda la vida.
Y a todas estas se preguntarán
ustedes ¿Por qué carrizo estoy contando esto?. Bueno; paso a explicarle mis
razones de tal disertación: Observando y padeciendo lo que está pasando en el
país, pienso que como yo cuando era niño, Venezuela tiene un diente flojo,
producto de su mala calidad y que ya no le sirve para masticar la realidad que
nos arropa. Ese diente flojo es su Gobierno. Está flojo y a punto de caer de
tal suerte que los venezolanos estamos estudiando las formas de hacer que dicho
diente flojo deje definitivamente las “encías” del país.
Los diputados de la oposición
llegaron a la Asamblea Nacional con una innegable y abrumadora mayoría que el
gobierno aún no ha asimilado o se está haciendo el loco para no asimilarlo. Por
lo que han planteado los diversos mecanismos que nuestra Constitución ofrece
para arrancar de raíz dicho diente y darle paso al diente sano y definitivo.
Todos conocemos cuales son esas
estrategias constitucionales: La enmienda, la constituyente y el revocatorio
que asemejan el hilo que tiene amarrado el diente para, de un tirón, extraerlo,
para seguir con el símil.
En todo caso cual diente flojo,
este gobierno debe cesar de una vez por todas sus funciones. Ya que corremos el
riesgo de perder definitivamente la salud democrática de nuestro país. Queda de
nosotros, los venezolanos, la responsabilidad de halar cualquiera de los hilos
para hacer realidad esa caída; la del “Diente flojo”.
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