sábado, 10 de mayo de 2014

AY CLAVELITO BLANCO



Cuando yo tenía 10 años, estando en quinto grado de primaria, la maestra Aurora nos cantó una canción a propósito del día de las madres. Esa canción hablaba del clavelito rojo que debíamos llevar porque teníamos a nuestra madre viva. Todos por supuesto, teníamos en nuestra camisa un clavelito rojo.

No es sino cuando en la canción de la maestra se nombra un clavelito blanco para aquellos que tuvieran a su madre muerta, nos dimos cuenta que uno de nuestros compañeritos rompió a llorar; Benjamín tenía a su madre muerta.

Esta escena de mi infancia se grabó en mis recuerdos porque no entendía cómo una madre puede morirse con sus niños pequeños. Siempre creí que mi madre era eterna.

Hoy, ya hace 10 años, llevo un clavelito blanco, pero no en mi camisa, sino en mi corazón, para recordarme de vez en cuando que mi madre ya no está físicamente conmigo. Porque yo aun la siento viva todo el tiempo.

Muchos dicen que cuando una madre muere deja un gran vacío en la vida de sus hijos. No sé si mi amigo, Benjamín, quien perdió a su madre a tan temprana edad, tuvo ese vacío en su vida. Para mi en cambio no hubo ni habrá vacío. Fue tan grande e incondicional el amor que mi madre me tuvo a mi y a mis hermanos que no permitió ni permitirá ese vacío. Muchas vivencias, muchas caricias, muchos regaños, muchos bailes, muchos consejos que se necesitarías tres veces una vida para poder olvidarlos y dejar de sentirlos.

Mi madre es eterna no solo por el hecho de que siempre estará impregnada en mi piel, mi mente y mi espíritu sino que como hija de Dios siempre confió en la promesa de vida eterna que nos dejó Jesucristo.

Por eso en mis oraciones siempre estará la frase “Jesús en ti confío”, que como un recordatorio permanece en el epitafio de mi madre.

Mi madre es eterna…